En toda experiencia de la “realidad” hay un abismo infranqueable. No podemos acceder al mundo sino por unos muy limitados sentidos que antes que acercarnos, nos alejan de él. Para llenar ese abismo tenemos al lenguaje y éste tiene la facultad de repetirse hasta el infinito. No obstante, lanzar nuestro lenguaje infinito al abismo insondable no hace ninguna diferencia.

Pero la voluntad de las palabras no mengua, porque las promesas que están del otro lado del abismo son demasiado atractivas, demasiado hechizantes. Del otro lado está el mundo, el “verdadero mundo”, el mundo pleno de sentidos que en nuestro más lujuriosos delirios soñamos como un lugar de comprensión sin fin.

He aquí que el lenguaje es nuestra única posibilidad de acceder a ese mundo, aunque secretamente sepamos que es una herramienta inútil. Creemos, o queremos creer, que la palabra puede ser un puente que cruce el abismo entre tú y yo, pero es falso. Nunca sabrás lo que pasa conmigo mientras escribo, ni yo sabré lo que pasará contigo cuando lo leas.

La voluntad de llenar el abismo, sin embargo, no desaparece. Los poetas son soñadores empecinados en franquear el abismo. Fingen no saber, o prefieren olvidar, que esa tarea es imposible. No obstante, entre todos los escritores que lanzaron sus palabras al mundo esperando que resonaran en alguna parte, hubo una generación de poetas en los años setenta que eligieron mirar al abismo directamente, sin lenguaje de por medio.

Esa osadía tuvo como consecuencia el develamiento de una verdad terrible. Todos podíamos intuir que el lenguaje era inútil para alcanzar el mundo de los sentidos completos, pero podíamos conservar la candidez de la fe. No era que no supieramos lo que estos poetas querían mostrarnos, era que no queríamos saberlo.

Y ante la inutilidad desnuda de la palabra, los poetas de los setentas se empeñaron en descarnarlo. No les bastó quitarle los ropajes y los oropeles; se empeñaron por arrancarle los miembros y la piel, por sorberle los órganos y roerle los huesos, por desintegrarlo desde lo más íntimo de su ser.

Estos poetas no odiaban el lenguaje, pero amaban más que todo al “sentido”. Sabían que este lenguaje que tenemos nunca nos dará la llave de los “sentidos verdaderos”, y se empeñaron en desintegrarlo para encontrar el secreto que por fin nos dejé saltar por encima del abismo. Acaso estos poetas eran los apóstoles más fieles del lenguaje, porque a pesar de todo creían que en sus entrañas guardaba el secreto que les traería ese mundo luminosos que siempre se les escapaba.

Estos poetas, como Ulises Carrión, descubrieron que el mundo es más amplio y más ancho de lo que nos habían dicho las palabras. Descubrieron, por ejemplo, que el libro (el objeto libro) supera al texto, que las palabras sin espacio y sin tiempo son sólo sombras pálidas de lo que podrían ser. Encontraron que frente al conformismo de la poesía cantada, “el espacio era la música de la poesía no cantada”.

Ante sus descubrimientos se sintieron poderosos. Proclamaron un “arte nuevo” que podía acercarnos a los sentidos, a los “verdaderos sentidos” del otro lado del barranco. Vieron en el libro no sólo al obrero que levanta un texto, sino un núcleo de sentido intenso y completo en sí mismo. Notaron que cuando leemos una novela o un poema tradicional, todo conspira para que olvidemos al libro, para que permanezca como un tramoyista silencioso detrás de bambalinas.

En cambio, propuesieron libros que explotaran el lenguaje. Imaginaron un libro que se sube a las tablas para finalmente decir: “heme aquí, yo soy el sentido completo, las palabras son mis obreras, sólo tienen sentido dentro de mis límites”. Sin lugar a dudas era un bello sueño.

Pero como toda promesa de cumplir el salto que nos permita franquear el abismo, el “arte nuevo” también falló. Es cierto, alcanzó tonos altos y llenos de luz; pero el abismo tampoco se llenó con este arte. El otro lado permaneció inmóvil e inexpresivo, y se burlaba silencioso de los intentos de estos poetas.

Unos encontraron que después de dinamitar el diccionario ya no les quedaba nada; otros se empeñaron en su tarea y sucitaron sentidos luminosos que parecían acercarnos al “otro lado”, pero que nunca fueron más allá del lenguaje que habían destruido. Este nuevo arte, que nos prometía plenitud de sentidos, no nos entregó más que otra herramienta paralela al lenguaje.

Sin embargo, el esfuerzo de esa generación no se perdió completamente. Ulises Carrión nos obligó a ver que nuestro precioso lenguaje estaba desnudo, que no era más que una eventualidad como pudo ser cualquier otra. Si bien el sentido verdadero permanece ahí, impasible, ya no es posible engañarnos con las facultades de la palabra. Sabemos que esa palabra nunca se cumplirá. El verdadero conocimiento que nos legó esa generación es la desconfianza sobre el lenguaje.

Podemos seguir intentando llegar al otro lado, o podemos abandonar nuestra tarea; eso no lo saben estos poetas. En cambio, saben que el lenguaje es falible y, más importante aún, maleable, rearmable, manipulable. La propuesta de un “nuevo arte” en este texto de Carrión guarda un sentido en sí misma, violenta al lenguaje de la literatura y los libros y con ello nos da una lección de desconfianza. Más allá no pudo ir, tal vez porque no hay “más allá” o porque ese “más allá” ya no valía la pena.

Todo en literatura está dicho, pero ahora sabemos que no tenemos ni la necesidad ni la obligación de seguir repitiendo nuestro pobre lenguaje. Hay mucha cosas qué decir fuera de ese “viejo arte” de palabras gastadas, hay mucho más qué hacer. Dinamitar la poesía es el paso valiente que dio aquella generación, pero sigue siendo el primer paso.

Ulises Carreón

El arte nuevo de hacer libros

CONACULTA, 2012

Por: Fernando Barajas

Todo lo que no sabías que necesitas saber lo encuentras en Sopitas.com

Fundé Sopitas como hobby y terminó siendo el trabajo de mis sueños. Emprendedor, amante de la música, los deportes, la comida y tecnología. También comparto rolas, noticias y chisma en programas...

Comentarios

Comenta con tu cuenta de Facebook